En el congelador

-¿Hay esperanza? -preguntó David.

Era lo único que podía hacer. Estaba traicionando todo lo que quería, así que lo mínimo que podía hacer era intentar averiguar si podría recuperarlo algún día. Y tuvo miedo. Miedo de los ojos de Rusia, la indulgente y dulce chica obsesionada con vivir con consecuencias como compañeras de piso. Le asustó el rencor que vio en ellos, la brecha. "Le he hecho daño". El hecho de que hubiera podido casi le subió el ánimo. Y él, que durante un tiempo pensó que ella ni siquiera era humana, la había hecho pedazos.

Pero ni siquiera un corazón roto podía hacer que Rusia perdiera las ganas.

-En el congelador -susurró, respondiendo con una sonrisa pasada por agua.

-¿Qué...?

-Ahora mismo soy incapaz de usarla. Está en el congelador. Reservada, porque algún día volverás y llamarás a esa puerta, y... alguien tendrá que abrírtela.

-Vas a tener que armarte de paciencia.

-La venden embolsada. No te preocupes.

David no se preocupó. Era el único en aquella habitación capaz de cometer un error sabiendo lo que estaba haciendo. Pero no era capaz de detenerlo. Un "ya está hecho" parpadeaba en su frente. Lo que se ha roto, permanece roto, se dijo. No podía arreglarlo en ese momento. Había que esperar. Un mes, dos. Quizá tres años. El tiempo era un buen pegamento y, desgraciadamente, no lo vendían ni en el mercado negro.

-Voy a echarte de menos -confesó.

-Ya lo creo -asintió Rusia, secándose los ojos con la manga estirada de su sudadera.

-Rusia, yo...

Te quiero secuestrar. En plan mal. En plan "me meterían en la cárcel si me pillaran". Te quiero cortar las alas para que sigas aquí esperándome cuando vuelva, para que no tengas nada mejor que hacer.

Pero... no lo dijo. Rusia no le dejó.

-Vas a escribirme una canción. ¿No es lo que se hace en estos casos?

-No lo sé. ¿Se hace?

-Sí. Es un tópico. Por eso jamás la escucharé.

-Qué desperdicio.

-Pero hasta los desperdicios se merecen que alguien los cante.