Miedo y otros retales

Hay algo que sé de las personas: tienen miedo. 

De ellas mismas. De los demás. De la oscuridad. De quemarse, de ahogarse. De la muerte. Del peligro. De las ratas. De las polillas. De los payasos que no se ríen. 

De mí.

Bien. Tenme miedo, humanidad. Pero no te quejes si acabo mereciéndomelo, porque será culpa tuya.


-¿No tienes miedo, Salem?
Una sonrisa relámpago, de las que se lo tienen muy creído. Un "¿Miedo, yo?", envuelto en socarronería y muy poca modestia. Y después, una respuesta muy simple.
-No.
Dresch sí lo tenía. Sentía la tensión anudándose en su pecho, las manos sudorosas y la nuca congelada. Pobre costurero. Él quería ser un chico valiente, pero temblaba con solo pensar en dónde estaba a punto de meterse. Y lo peor de todo es que había elegido participar. Se arrepentía, pero intentaba con todas sus fuerzas no echarse atrás. Deseaba estar en casa, ayudando a su madre a retocar el vestido de la señora Odette. Satén azul oscuro, escote pronunciado, de pico. Había que restarle dos centímetros al pecho y tres a la cintura...
-Eh, ya están aquí -Salem le golpeó el brazo con la mano para llamar su atención-. Despierta, Retales. ¿Recuerdas tu parte?
-Sí... No es tan complicado. Soy una distracción. Es simple.
-No hay papeles pequeños, sólo actores mediocres -susurró el otro.
Dresch frunció el ceño, molesto.
-Y eso lo dice el que siempre hace de protagonista.
Salem volvió a sonreír, entornando los ojos y enseñando los dientes.
-Si quieres ocupar mi lugar, sólo dilo.
-No, gracias.
-Eso pensaba yo, Retales.