Se llamaba Noak. Tenía los brazos llenos de tinta, un piercing en la lengua, aros en las orejas y un septum recién estrenado en la nariz. Después de navegar por peligrosos callejones de la moda-ficción, había decidido que tenía un único e importable estilo, el cual consistía en prendas vaqueras o negras y botas y cazadoras de cuero. Tras superar una etapa de pelo largo e indomable, había entregado su fuerza a Delilah y se había cortado los mechones rubios. Un fiel amigo le rapó los lados y le recortó las puntas.
Noak conoció a Clem un ocho de octubre nublado. El sol se ponía, los coches se hacían compañía los unos a los otros, ronroneando juntos en la Gran Avenida. Ojalá pudiéramos decir que en su encuentro tuvo que ver el Destino, pero como él estaba ocupado con otras cosas, fue una simple Casualidad.
Clem debería haber estado en otra parte. Noak debería haber muerto hacía ocho días. No estaban lo que se dice hechos para encontrarse, pero allí estaban. En la misma calle a punto de vestirse de noche, bajo los mismos rótulos de neón, esperando para entrar en el mismo bar.
Hubo un par de miradas. Quizá uno de los dos llamó al otro “nena”. Se intercambiaron flirteos y risas llenas de humo mentolado. Y, al final, uno de los dos sugirió ir a alguna otra parte. Quizá fue Noak. Probablemente fue Clem.
Y si a la mañana siguiente ambos mintieron y dijeron que a partir de ese momento serían muy buenos amigos, fue seguramente porque ninguno de los dos era tan estúpido como para pensar que la Casualidad puede ponerse la capa del Destino y jugar a tener doble personalidad.
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