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domingo, 15 de marzo de 2015

El ocasional dragón doméstico

Antes de entrar en la tienda del mago, la chica del pelo naranja tuvo que convencerse a sí misma de que su descabellado plan era, en realidad, más brillante locura que legendaria idiotez. Había sido tejido con lógica y atrevimiento, y su nacimiento había hecho que se levantaran cejas y voces airadas. Pero aún así, se dijo, era uno de los mejores planes que había creado en sus veinte años de vida.
Jugueteó con el aro de su nariz, el nerviosismo apoderándose de sus dedos. Los magos siempre le habían dado mal rollo. Y aquél, aunque no era el peor de todos, era el que tenía la reputación más contradictoria y poco fiable de toda la ciudad. Quizá era precisamente su reputación la razón de que la tienda tuviera ese aspecto de absoluto abandono. Objetos abandonados por todas partes, polvo, iluminación insuficiente, cristales sucios… 
No tenía pinta de ser un buen negocio.
Siento que me estoy condenando a ser amiga de este tío. Es oscuro, enigmático y, a cuenta de todos esos Buddhas, maillots y cómics que hay en las estanterías, un excéntrico de cuidado. Además, puede que dirigirle la palabra acabe costándome la vida. Siento los dedos del destino en mi garganta.
Sintiendo los fríos dedos del destino en su garganta, Clementine trató de resucitar sus cuerdas vocales con un carraspeo tembloroso.
—Buenos días. Tardes. Bueno. Buenas siete de la tarde —se apoyó en el mostrador, estirándose para ver dentro de la trastienda—. Eh… ¿Hola? ¿Hay alguien en casa?
Un suave “puff” a su espalda la mandó derecha de un salto, acompañado con un gritito agudo y nervioso, a sentarse sobre el abarrotado mostrador de madera oscura. Tras ella, rodeado de un nubecilla de humo azul, se había materializado un hombre joven, con el pelo azul cobalto y una bufanda morada al cuello que casi le arrastraba por el suelo. Frunció el ceño, llevándose una mano llena de anillos de plata a la barbilla.
—No ha sonado nada, ¿verdad? —preguntó, agachándose para examinar la niebla azul, pasando los dedos a través de ella.
—No. Bueno. Sí. Un poco —Clementine detuvo el torrente de palabras cerrando la mandíbula con fuerza y rechinando los dientes. 
—Rayos. Debería haber sido un trueno. Este maldito conjuro no va a estar listo en la vida …—masculló. Tras unos instantes más de autocrítica, sacudió la cabeza y fijó sus ojos amarillos en su nueva cliente—. ¿Qué puedo hacer por ti?
La joven saltadora se bajó del mostrador con un carraspeo incómodo. Cuando estuvieron al mismo nivel, se dio cuenta de que el mago le sacaba casi dos cabezas. Pero a su favor, pensó, ella le sacaba a él un par de tallas de pantalón.
Parece un espagueti. 
Comparar a la gente con comida no era una buena costumbre, pero por lo menos era efectiva. Su círculo de amigos y conocidos aparecía registrado en su mente en forma de menú. A partir de ese momento, el mago, Rhys, sería un plato de espaguetis con salsa azul.
Antes de abrir la boca, Clem intentó poner en orden de importancia todas las razones que habían guiado a sus pies enfundados en botas moradas a plantarse en la tienda de un brujo de callejón. Decidió empezar por la más importante.
—Me llamo Clementine. Soy una saltadora.  —se tensó inmediatamente al decirlo, esperando una reacción que bailara en la temblorosa línea que separaba la sorpresa de la censura; pero el mago se limitó a seguir observándola, expectante—. Y… Bueno. Me gustaría contratar sus servicios como… Eh… ¿Asistente? Sí, asistente. Tengo que hacer unas cosas.
Dándose cuenta de que última frase había sido extremadamente vaga cuanto menos, Clem separó los labios de nuevo para volver a intentar explicarse. Explicarse más de una vez era algo que hacía muy a menudo, y no siempre tenía éxito. En ninguno de los dos intentos.
—Verás. Hay alguien en apuros que me necesita. Y por eso… Bueno, por eso… Necesito tu ayuda. No sé muy bien qué tipo de ayuda ofrecen los tuyos a los héroes… Esperaba algo así como una espada mágica o… Yo que sé… ¿Un escudo? Un pez que hable. Algo… Lo que sea… Que me ayude a no palmarla. Pero si vas a darme un arma, ojalá sea una alabarda. Siempre he querido tener una. También deberías darme el conocimiento sobre cómo manejarla porque, bueno, no tengo ni idea.
Otra persona se hubiera reído de toda aquélla cháchara sobre peces parlantes y otorgar armas a gente que no sabía cómo utilizarlas, pero Rhys era Rhys. Y su trabajo era ayudar a la gente. Especialmente a la gente como Clem.
—Quieres dar un salto y necesitas a alguien que te guíe. ¿Tu nivel de precisión no es muy alto?
—No. Menos del cincuenta por ciento. Más o menos —se aclaró la garganta—. Tengo días.
—Ya. ¿Y para qué quieres dar el salto? Tengo algunas normas a ese respecto. No te ayudaré si tu intención es —empezó a levantar dedos, enumerando— cambiar el destino de otra persona de cualquier forma, ya sea con buena o mala intención; hacer algo cuyo impacto tenga una repercusión directa o indirecta sobre los míos, incluyéndome y subrayándome por supuesto a mí; o intentar repetir un examen.
—No voy a… ¿Repetir un examen? ¿Qué hay de malo en eso?
El mago se cruzó de brazos.
—No me gusta la gente que hace trampas, simplemente. Ahora que tienes las normas claras, dime en qué consiste tu salto y veremos en qué puedo ayudarte.
Clementine ya había escrito el diálogo de esa escena una y mil veces en su cabeza. Intentó que su voz sonara tan profunda, reverberante y cargada de consecuencias como la de Mordred, pero sólo consiguió bajarla una octava.
—“Morirás a manos de tu primer amor” —carraspeó, llevándose una mano a la garganta—. Es una predicción. Un brujo la hizo la semana pasada.
Rhys sonrió.
—Qué melodramático. Todavía estoy esperando una predicción que diga “morirás a manos de tu primera profesora de matemáticas”. Pero no, últimamente lo único que sale de esta industria son paparruchas sobre amor, maldiciones que se rompen con besos y el ocasional dragón domestico —dejó escapar un suspiro casi tan largo como él—. ¿Sabes? Antaño, los magos teníamos clase.
—Hum… Supongo…
—Entonces quieres cambiar tu propio destino. Lo que viene a ser un contrato estándar tipo A —bordeó el mostrador y empezó a revolver en los cajones—. ¿Eres estudiante? Tengo descuentos estupendos.
—No, no soy… Pero todavía no te he explicado en qué consiste mi plan para…
—Clementine. Si has venido aquí es porque sabes quién soy, y si sabes quién soy ya deberías saber que yo lo sé casi todo. Y lo que no sé, me lo puedo suponer. Tu plan es saltar al pasado y no enamorarte de ese niño en el recreo, ¿no?
—En realidad… —Clem se apartó el pelo de la cara, nerviosa—. En realidad, sólo tenemos que retroceder tres semanas.
Eso detuvo a Rhys, que dejó de apilar papeles para mirarla con cara de haber oído algo referente a pederastia.
—¿Perdona?
—Yo… Fue… Un flechazo.
—No.
—Estaba en el festival del círculo exterior cuando le conocí, y la verdad es que no se me ocurre de quién más podría hablar la predicción y mira que le he dado vueltas pero no puedo pensar en ninguna otra persona que haya sido capaz de entenderme y escucharme y hablarme de esa manera y además…
—Calla. Por los anillos de Saturno, no he oído nunca a nadie hablar con tan pocos signos de puntuación —el mago se pasó las manos por la cabeza, apoyando los codos en el mostrador como si necesitara apoyo para pensar—. Dime que no es miembro de ninguna realeza.
El rojo reclamó las mejillas de Clem. Rhys bufó.
—¿El primo lejano de un príncipe de poca monta, tal vez?
—Es Cástor. 
—No.
—No lo hice adrede —intentó defenderse la saltadora.
Rhys sacudió la cabeza, soltando una risa incrédula.
—Cástor es un cliché. Déjame adivinar, ¿te salvó de caer de morros en un charco y cuando te sonrió supiste que era el único para ti?
Clem cuadró los hombros. Empezaba a sentirse atacada.
—No. Me llevó la contraria.
—Que te llevó la…
—Además de una saltadora, soy una nébula. No hay muchas personas que puedan discutir conmigo sin echarse atrás, brujos aparte. Tengo el aura de una deidad antigua. Impongo. Tengo ese efecto en la gente. Cástor discutió conmigo como si fuera lo más normal del mundo.
—¿Qué deidad?
Clem negó con la cabeza.
—De acuerdo —asintió Rhys—. No es asunto mío. Pero, aún así, tengo que preguntar. ¿Qué podría tener el príncipe de los nómadas contra ti?
La chica se encogió de hombros. Cuando eres una nébula, muchas respuestas se convierten en ese gesto. 
—Pero eso no es todo…
—Me decepcionarías terriblemente si eso fuera todo —suspiró Rhys.
—Estoy ligada a mi hermana. 
Rhys se incorporó, mirándola con súbita seriedad. En su campo laboral, trataba a diario con maldiciones. De hecho, eran con lo que más trabajaba y disfrutaba deshaciéndolas. En los tiempos que corrían no había demasiados príncipes a caballo dispuestos a despertar doncellas y uno tenía que buscarse la vida. Y si estabas maldito y tenías que buscarte la vida, entonces buscabas a Rhys.
Si había una maldición que Rhys odiase con pasión, era la que ligaba dos vidas. Nadie sabía cómo deshacerla y la bruja que la inventó se había llevado el secreto a la tumba.
—¿Por qué? —preguntó.
—No lo sé. Sé lo mal que suena, pero no lo sé. Lo descubrimos hace un par de años, cuando me tatué esto —levantó la muñeca, enseñándole la silueta de la cornamenta de un ciervo—. A ella le apareció al mismo tiempo y… bueno… Blanco y en botella.
—No puedo deshacer esa maldición.
—Lo sé, lo sé. Sólo quiero que me ayudes a saltar, para evitar a Cástor. Yo me ocupo del resto.
Rhys respiró hondo, asintiendo.
—De acuerdo. Pero si vamos a saltar, tendremos que llevarle con nosotros. Y posiblemente a tu hermana también.
Los ojos de Clem se abrieron, presa del pánico.
—¿Por qué?
—Porque esto no te afecta sólo a ti. Vas a cambiar tu destino, y el de tu hermana, y cabe la posibilidad también de que cambies el del príncipe nómada.
—Pero…
—Si Cástor se enamoró de ti —explicó Rhys, con la voz cargada de paciencia— entonces vas a cambiarle también a él. Si no, no pasa nada. Pero tenemos que preguntar.
—¡¿Preguntar?!
Rhys se masajeó las sienes.
—Buenos días, Cástor. Me gustas. ¿Yo te gusto? Es muy sencillo. Si dice que no, que tengas un buen día. Si es que sí, ¿te importaría mucho renunciar a nuestro amor de leyenda concebido en un festival hippie para que mi hermana y yo podamos seguir vivas? De verdad —se pellizcó el puente de la nariz, cerrando los ojos con fuerza—, qué harto estoy de las historias de amor.

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