-No tienes ni idea, Sol –dijo la Reina Azteca, mirando al olvidado héroe
con una mezcla de pena y escasa paciencia-. Durante años, yo fui todos los
finales felices. A los caballeros andantes se les prometían mis besos, mis
pañuelos, mi tiempo. A mí y a las mías nadie nos preguntó si queríamos ser
rescatadas. Tuve a un dragón castigado en el patio trasero durante eones, ¿y
qué hicieron? Un idiota con delirios de grandeza me regaló su amor en un verso
y la cabeza de mi mejor amigo en una bandeja de plata.
¿Las brujas? Vi como mis hermanas ardían en nombre del heroísmo. Si una
bruja te maldecía a causa de una rencilla, un hombre enlatado llegaba,
espada en ristre, para salvarte la vida. Incluso sin mi voz podría haber
utilizado argumentos mejores que el filo de su espada.
Quieres salvar a esa joven. Bien por ti. ¿Y ella? ¿Quiere ser salvada?
¿Querrá casarse contigo después, darte hijos? No lo sabes, porque no has
preguntado. Si quieres un consejo, deja a la damisela ocuparse de sus apuros
por una vez. Pon tu espada en el paragüero de la entrada y espera. Si quiere,
volverá… Pero no te atrevas a rescatarla, o maldeciré la tierra que pisas, te
meteré en lo alto de una torre, te robaré la voz, te alimentaré sólo de
manzanas envenenadas y te haré bailar hasta que te corten los pies. Y después
te salvaré, Sol, y te obligaré a vivir feliz para siempre.
Estoy gritando internamente mientras escribo esto porque estoy muy contenta de leerte pero también tengo una integridad que mantener intacta.
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